No hay periplo político que permanezca en el ideario colectivo sin estar teñido con el tinte del conflicto, el enfrentamiento, el desaire y la tergiversación. Está en la raíz del propio concepto en que se desarrolló desde la prehistoria.
Su interés prevalente fue el control y defensa del territorio, casi siempre en torno a una fuente hídrica, como ríos y lagos, ejes a preservar –el Nilo en el Egipto de todas sus épocas arcaicas–, o las antiguas polis griegas, donde apareció un modo de democracia directa incipiente e influyente en todo el desarrollo posterior del modelo –a través de grupos-partidos– para conciliar una weltanschauung (en alemán, «forma de concebir la vida que incluye una interpretación del mundo»). En la confrontación de ideas y modelos de organización social está el origen de las disputas, con las que vivimos los seres humanos desde siempre. Y de ahí, en un larguísimo recorrido, donde el eje fue cambiando hasta la conformación de los estados tal y como conocemos ahora, tal vez a partir de 1648 en la Paz de Westfalia donde se definió por vez primera el principio de no injerencia entre los Estado, principio tan vapuleado, por cierto, desde entonces.
Pero la lucha interna en las sociedades por ganar la preeminencia nos es tan natural que forma parte de nuestra genética política; solo la democracia, con sus imperfecciones, ha logrado atemperar las cuestiones y limitarlas al parlamentarismo y a las batallas informativas, también en los derechos ciudadanos. Cualquier otro modelo es totalitarismo, absolutismo y sometimiento por la fuerza.
La lluvia de información en la que se ha convertido nuestra sociedad influye en la difusión de ideas contradictorias. En las sociedades democráticas es difícil discernir qué cosas se dicen con intencionalidad oculta, como una estrategia de imponer por parte de algunos grupos (sobre todo económicos, con afanes dominadores la diseminación de sus ideas para defender sus interese. Aquí el modelo de comunicación toma visos de grandiosidad, como, por ejemplo, en estos tiempos las llamadas redes sociales.
Permanece sin embargo el periodismo tradicional, el que se difunde en periódicos y revistas, radios y televisiones, conviviendo mal que bien con las redes, y obligados a establecer un colchón de convivencia con ellas. Periodismo generalista, periodismo especializado, periodismo de proximidad, periodismo de investigación… y tantos otros aparecen en la renovación y búsqueda de amplitud de los medios de comunicación.
Ya hace tiempo que la información no es patrimonio exclusivo de los mass media tradicionales. No hay entidad artística, asociación organizada en sí misma que no tenga su propio interés más allá de sus asociados, respaldando, incluso económicamente, a medios generalistas, para la difusión de sus actividades, bien con la subvención a sus actividades, a través de la publicidad o con la fórmula del “branded content” (respaldo económico para que el medio elabore contenidos favorables). Una tentación excluyente de los medios autónomos para controlar la información, o simplemente darse lustre.
Hay agrupaciones o federaciones –pocas– que prefieren elegir medios bien estatales o generalistas para divulgar sus actividades, para evitar respaldar medios de proximidad y especializados. Tal es el caso de la FSMCV que ha cambiado en los últimos meses su estrategia trazada desde hace años por los anteriores presidentes. La nueva presidenta ha preferido hacer callar a los medios –ninguno le ha sido hostil– cercanos, del territorio, especializados en las sociedades musicales, y derivar a medios generalistas sus aportaciones (que sepamos, un generalista, un generalista online y una revista de música clásica y ópera de Madrid –sí, como lo oyen–), cortando cualquier acuerdo con aquellos que desde la cercanía vienen divulgando casi en exclusiva las actividades de las bandas de música, incluyendo la práctica totalidad de las propuestas informativas producidas por su departamento de prensa y comunicación. Cada cual, bajo el criterio de que es una entidad privada sin ánimo de lucro, y gastamos donde queramos… El problema está en hacerlo con dinero público, como es el caso.
Vaciar un cesto para llenar uno nuevo
Nadie entiende que se vacíe un cesto para llenar uno nuevo. Nadie entiende que hace un tiempo se dejara caer “Nuestras bandas de música”, tras el fallecimiento, en febrero de 2021, del gran Octavio Hernández, cuando sus continuadores llamaron a la puerta de la federación; que se ningunee a “Radio Banda” tras años y años de permanencia al pie del cañón, o que se cercene la viabilidad de este periódico de llegar a todas las sociedades musicales cada mes e invitarlas a difundir sus actividades en su diario online (más de 600 mil visitas anuales según auditoria OJD).
Un ataque frontal contra el devenir del periodismo de proximidad que está emergiendo, y definido como “aquellas publicaciones periodísticas, tanto en papel como en medio digital, destinadas a un territorio más restringido, es decir, a nivel autonómico” (la definición no es nuestra) que establece en este caso un vínculo identitario –la música en el territorio valencianos– al ser un “elemento vertebrador de nuestra identidad” (Ximo Puig, presidente). Un periodismo, el de proximidad, que Metroscopia, hace unos meses avaló con más de un tercio de los preferidos, sobre todo en comunidades con fuerte personalidad, en este caso, Catalunya o la Comunitat Valenciana.
Fernando Jáuregui, que encargó la encuesta para Foro de Periodismo 2030, fue claro: “La gente comienza a creer en el periodismo, en la función social de los medios, porque los poderes no se queden con el poder de la información y se la libertad de expresión”.
Y el poder también es de quien cercena la difusión como un acto exclusivo de notoriedad o miedo. Aunque sea arbitraria e interesada. Política.