Adam Fischer interpretó a Mahler en su 9ª Sinfonía, la última de su vida, como solo los dioses del Olimpo sabrían hacerlo. Porque a Mahler no se le interpreta, a Mahler se le fuerza, como en una batalla de gigantes; y ayer por mor de la Orquesta Sinfónica de Dusseldorf (OSD) dos colosos se enfrentaban en una lucha singular: darle sentido fiel a un texto que es considerado como el testamento de Mahler, cuando ya enfermo de endocarditis aguda había asumido que la vida se le iba a escapar. Aunque él no pudo escapar como Beethoven a la cifra maldita de nueve sinfonías; ocultar la cifra no le valió de nada, y el amigo de otro titán de la época, Sigmund Freud, aunque se empeñó en iniciar la 10ª, apenas pudo trazar sus primeros compases.
La obra tiene en su extensísimo primer Adagio Comodo la propuesta de la evocación de la vida, de la vida existente, y se alarga durante casi treinta minutos donde el protagonismo es la gigantesca estructura orquestal, donde todos los instrumentos forman una coral que a veces, en el caso de esta OSD parecían en pleno diálogo con la naturaleza.
Adam Fisher arranca de Mahler un viejo lamento a modo de una marcha fúnebre, tal vez como han dicho entendidos de la cuestión, no se sabe bien si es un lamento por la muerte cercana o una declaración amorosa, tal es abanico de posibilidades para entender a Mahler. Gustav Mahler está en el final de su vida y en él intervienen su reciente diagnóstico de una enfermedad mortal antes de la aparición de los antibióticos, la muerte de su hija María y el abandono y traición de su mujer Alma; una encrucijada de soledades irresolubles.
Hay momentos en que la orquesta se transforma en un vahído de emociones, donde la eficacia de la interpretación queda abandonada por la eficacia de las emociones; es difícil encontrar una versión de esta novena tan gloriosa como la que ayer arrancó Adam Fischer que fue premiado con más de seis minutos de aplausos a la mítica y entendida concurrencia de la Palau de la Música.
Acabábamos de asistir a un final de obra de extinción de la vida, con protagonismo especial ahora sí de las cuerdas y cómo se va abriendo el bosque para quedar como límpida sobrevivencia el último vahído, el último estertor se diría, el final del aliento, la última nota, breve, escasa, inapreciable, pero sublime. Así finaliza la obra. Con una nota de silencio.
Ayer el público de Valencia vivió la escena de lo grandioso, gracias a Adam Fischer y su Orquesta Sinfónica de Dusseldorf con más de un centenar de maestros luchando no con Mahler sino contra Mahler porque a Mahler no se le interpreta sino que se le fuerza.